dijous, 16 de desembre del 2010

12-12-2010. El País. Un cierto silencio. Ángeles Caso.


“ALGUNOS JUECES CRUELES”.

Me encuentro en un aeropuerto a mi amigo P. un hombre que hace algún tiempo tuvo el valor de adoptar él solo a un niño. Y no a un niño cualquiera, sino a uno que, hasta el momento en que llegó a su casa, en el momento que llego a su casa, con siete u ocho años, había vivido en condiciones penosísimas: abandonado por su madre, había crecido con su padres que lo maltrataba y abusaba sexualmente de él.
P. me cuenta su batalla personal con la justicia: a pesar de que ese tipejo está en prisión, el juez ha decidido que sus lazos de sangre (excusa social que a veces resulta no sólo absurda sino totalitaria) le permiten ver a su hijo una vez al mes. Cuando se acerca la fecha, el niño se pone enfermo, sufre de incontinencia urinaria y pierde el control de los esfínteres. En el colegio, ante sus compañeros. Con doce años.
¡Imagínense el sufrimiento de esa criatura!.
Pues bien, ni P., ni los médicos, ni los psicólogos, han conseguido que el juez varié su postura, y por su culpa ese martirio se repite todos los meses.
Tan sólo suspendió las visitas durante unas semanas, cuando el padre biolólogico le dijo al niño que cuando saliera de la cárcel iba a volver a vivir con él. Pero al poco tiempo volvió a concedérselas.
Esta historia atroz me recuerda otra de la que me informó hace poco una abogada y que tiene indignadas a diversas asociaciones e instituciones. Es la historia de una mujer que denuncio a su marido por malos tratos (mas tarde descubrió que había estado en prisión por violación) y tuvo que soportar, como sucede a menudo, que a él se le permita llevarse en fines de semana alternos a su hijo de tres años. El niño empezó enseguida a tener comportamientos extraños. Según su colegio, se volvió agresivo y comenzó a rehuir a los adultos y a dibujar una y otra vez penes erectos. Las visitas se suspendieron cautelarmente hasta que una empresa privada a la que la Comunidad de Madrid encargó una investigación decidió, sin ni siquiera ver al crio, que no ocurría nada. Volvieron los encuentros y tres meses después, la pediatra le descubrió una “apertura de canal anal no habitual”, claro signo de violación.
El nuevo paso con los jueces se convirtió en una autentica pesadilla: esta vez, sin atender a los informes médicos ni a los del colegio y sin querer escuchar los CD grabados en los que el niño cuenta cosas horrendas, los jueces llegaron a la conclusión de que todo era consecuencia de la manipulación de la madre, que habría sido incluso capaz de dilatarle el ano. Entregaron la guardia y custodia al más que presunto violador y le impusieron a ella el alejamiento: hace un año que no puede ver a su hijo y que vive pensando que probablemente está siendo torturado día tras día.
Sabemos que los jueces son gente preparada, que ha tenido que aprobar oposiciones durísimas y seguir cursos intensos. Pero la sociedad espera además de ellos que sean también gente sensata y razonable. Haberlos los hay, por supuesto. Sin embargo, la multitud de sentencias disparatadas de las que tenemos noticia nos hace llegar a la triste conclusión de que no lo son todos. Y cuando sus decisiones afectan de esta manera a niños- y esos ocurren con demasiada frecuencia, la irracionalidad de sus actos se convierte en auténtica crueldad.
Incluso, creo yo, en delito. Pero, por lo que se ve, no hay nadie que juzgue a los jueces.

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